De repente empezaron los murmurios en monótona
entonación. Él no podía entender. Por lo menos todavía, cuando daba sus primer
pasos. Dijo una vez a su papá que estaba enfermo por no conseguir hablar,
mientras este, en reacción, sonrió con su creativa analogía. Pasaban los días y
las palabras parecían pesar más en los pulmones, exigiéndole cada vez mayor
ímpeto vociferador.
Cierto día, de cuello – somnoliento -, vertió
lágrimas cuando el papá insistió que él iba a conseguir hablar lo que se
prendió en su garganta.
Otra agua se derramó poco después en aquella
noche, y no era la lluvia de las nubes, pero la mía. Y no escurrían por las
mejillas, pero se rastreaban cruzando mis entrañas: por donde pasaban llevaban
el dolor.
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